Habitar el tiempo de los otros

Este articulo fue publicado en la revista Ranchería del Fondo Mixto de la Cultura y las Artes de La Guajira. Abril de 2017. Edición No. 17


¿Cuántas cosas habrían visto aquellos ojos cristalinos, casi vítreos? Se me ocurrió pensar que esa mirada penetrante, altiva y desafiante, expresaba en cada destello las vivencias de quien había vivido muchas vidas, pero también llorado muchas muertes.  Era una mujer wayúu, mayor, y miraba con  escepticismo y desconfianza todo aquello que alguien como yo podría representar: Arijuna, de Bogotá, urbana, universitaria, consultora de una organización internacional; alguien que vino de muy lejos a hablar de algo que a ella le ha tocado muy de cerca, en su vida misma, y en la muerte de los suyos: los Derechos Humanos y la paz. Me atravesó con su mirada y, sin decirme nada, me hizo saber que, entre ella y yo, entre su mundo y el mío, había una distancia inmensa difícil de entender y de salvar.

Foto: www.notiwayuu.com

Antes había ido muchas veces a La Guajira, pero ese día, en Dibulla, junto a la abuela wayúu, su nieto, algunos indígenas wiwa, unos pocos afros y muchos otros Arijunas, como yo; se hizo patente para mí, cómo en esta región se expresa y se confronta constantemente la idea de convivir en la diversidad.  A pesar de mi larga experiencia trabajando con comunidades, por momentos sentía que hablábamos idiomas diferentes; hasta que cedí a la situación, dejé de luchar con mis propias expectativas y acepté que, efectiva y literalmente, hablábamos idiomas diferentes. Entendí que allí estaba el secreto y la razón de ser de nuestro encuentro; el punto no estaba simplemente en hablar sobre Derechos Humanos y paz, el reto estaba en reconocer cómo se expresan estas ideas en las prácticas de vida de comunidades diversas, en contextos específicos, y cómo la realidad de este territorio las cuestiona y las confronta a cada momento y en cada acto mínimo y aparentemente insignificante.

El sueño de la Nación, sustentado en la idea de un Estado moderno y democrático, que es capaz de articular la diversidad en torno a un proyecto de vida colectiva, tambaleaba cada vez que intentábamos ponernos de acuerdo sobre algo relativamente sencillo: los horarios de trabajo.  Empezó el taller y durante los dos primeros días, no logramos una sola vez que los participantes cumplieran los horarios que habíamos concertado entre todos. No solo porque llegaban tarde después de los descansos, sino porque, para sorpresa mía y de mis propios prejuicios, en ningún caso querían dar por terminada la jornada. Las sesiones se alargaban de manera perenne, incluso hasta la madrugada, mientras yo parecía sumergirme en otra dimensión y no era capaz de hacer consciente el paso del tiempo y mucho menos de controlarlo, administrarlo y racionalizarlo según mi propia razón.

Al tercer día, después de esperar durante horas que los participantes acudieran a nuestra cita, pregunté con cierto tono de ironía si lo que se ponía en juego en esa situación, no era el valor de la palabra empeñada, tantas veces valorada por los wayúus en nuestras discusiones. Se hizo un breve silencio. Desde su esquina, la abuela me miró calmadamente, y sin levantar mucho la voz, ni dejar de tejer por un instante sus hilos coloridos, soltó con firmeza una frase lapidaria: no es una falta a la palabra, lo que pasa, dijo, e hizo una pausa, es que habitamos en tiempos diferentes.

En ese momento cedí, cedimos todos. Las palabras de la abuela hicieron que algo resonara al interior de cada uno, y empezamos a escucharnos, con toda la disposición de reconocernos y entendernos mutuamente; sabiendo que hablábamos idiomas diferentes y veníamos de mundos muy distantes, pero con la convicción compartida de que es mejor buscar y recorrer juntos el camino. Ya no estábamos simplemente en un taller, entramos todos en la misma dimensión y empezamos a vibrar al tiempo con la disposición de dejarnos transformar por las memorias de los otros. Durante esos días, mis compañeros y yo escuchamos atentamente, y ayudamos a contar, las historias de pueblos enteros que habían sido asolados durante años, por la fuerza devastadora de la muerte y el despojo; por una violencia que clausuró el tiempo y se hizo eterno presente, en un territorio al que incluso el futuro pareciera habérsele usurpado.

La palabra se hizo memoria, y con ella, brotaron las historias. Los más mayores intentaron explicarnos el significado histórico y social de la actividad del contrabando, en tanto forma ancestral de resistencia a los españoles, y luego, a los gobiernos republicanos que, por principio, han sido considerados siempre ilegítimos por algunas de estas comunidades. Cuánto sentido adquiría para mi la letra del viejo vallenato de Escalona: “Allá en La Guajira arriba, donde nace el contrabando, el Almirante Padilla llegó a Puerto López lo dejó arruinao”. El Almirante Padilla, aquella fragata insigne de la Armada Nacional que iría a la guerra de Corea a principios de los años 50, era vista como la causante de todos los males de la región, al haber combatido la actividad ilegal del contrabando que, en esencia, no es sino una amenaza del proyecto estatal de construcción y consolidación de un ámbito público.
Foto: Fondo Mixto de la Cultura y las Artes de La Guajira
 
Entendí porqué en la canción se deseaba para ese símbolo lo peor, su hundimiento. Supe por qué el barco contrabandista, perseguido por la autoridad, había prometido hacer una fiesta el día que hundieran al buque de la Armada: “Barco pirata bandido, que Santo Tomás lo vea, prometió hacerle una fiesta cuando un submarino lo golpee en Corea”. El contrabando, aparecía en las historias de estos hombres, como eje articulador de la vida colectiva en La Guajira y como reivindicación social frente a un sistema político, y un Estado, que aún no logra integrar del todo a este territorio, en torno a la garantía plena de los derechos fundamentales, el acceso a bienes y servicios y las dinámicas económicas legales.

Así, habitando el tiempo de los otros, pasaron varias noches en donde la palabra iba tejiendo la memoria y cada quién, desde su recuerdo y su conocimiento, reconstruía un pedacito de alguna historia en ese territorio. Nos hablaron  de las guerras viscerales y ancestrales, casi míticas, entre diferentes clanes de la región; de la bonanza marimbera de los años 70, de la llegada de la guerrilla de las FARC a principios de los 80 y de los paramilitares en los 90. Nos contaron que para cuando el  nuevo siglo se había asomado, la violencia y los violentos habían invadido, como hierba mala, cada proyecto, cada sueño, cada rincón y cada intersticio de vida en La Guajira.

La abuela, que realmente solo hablaba para decir cosas contundentes, nos habló del despojo y del desplazamiento forzado de su pueblo, de las disputas entre los grupos que controlan el narcotráfico y el contrabando de combustible; del secuestro y la extorsión, del asesinato selectivo de líderes sociales que se han atrevido a cuestionar las actividades ilícitas que favorecen a unos cuantos por encima de las comunidades, de cómo las mafias controlan a la gente y se cuelan en oficios tan comunes como el mototaxismo y los préstamos gota a gota. Cada quién recordó y narró una historia desde su propia perspectiva y subjetividad, y en cada relato, se hizo evidente que, aún en la memoria, este es sobre todo un territorio en disputa donde muchos de los valores asépticos de la democracia y del desarrollo se confrontan y se ponen a prueba.

El viejo Juan está en Maracaibo, no tiene padres, hermanos, primos, primas ni familiares; no tiene cementerio, ni tierra... no tiene nada, no tiene a nadie, ya no es nadie“, me dijo Pedro el hijo de la abuela, y el eco ronco de su voz reflejaba una soledad infinita. Haber tenido que salir huyendo implicaba, no solo dejar su tierra, sino con ella, en ella, sus recuerdos y todos los vínculos con su comunidad; todo lo que le hacía ser y sentirse parte de un pueblo. De nuevo, veía cómo el daño inconmensurable de la violencia en Colombia no solo radica en las vidas individuales que han dejado de vivirse; sino en los hilos que se han roto desvinculando a las comunidades y destruyendo cualquier iniciativa de proyecto y organización colectiva.

Foto: Iván Sánchez
 
Es cierto que juntos, abrazados, somos más fuertes; y también es cierto que los violentos, y las violencias, buscan des-atarnos para hacernos vulnerables. Pedro hablaba del territorio ancestral, no solo como un trozo de tierra, sino como un depositario y guardián de la memoria colectiva de su gente, en donde el cementerio hace posible el vínculo entre generaciones, más allá de la muerte. Todo lo que su pueblo ha sido, es y quiere ser, está definido por ese vínculo particular con el territorio que no es otra cosa que la memoria; y yo pensaba: allí esta la clave de la reconciliación para todos; allí: en construir y reconstruir los vínculos entre nosotros, los otros, y nuestro territorio.

El empeño por la memoria, ahora que empezamos a transitar el camino de la paz, no es un vano capricho de los movimientos sociales y de algunas instituciones del Estado.  Hoy recuerdo mi encuentro con la abuela wayúu y se muy bien que es allí, en la memoria y habitando el tiempo de los otros, donde abriga la esperanza de entender la sinrazón de la violencia, para que nunca más se vuelva a repetir. Es allí donde están las claves para entender que, a pesar de los siglos que han pasado, aún somos un país que no se conoce a sí mismo y que se sorprende y tambalea ante la existencia de la diferencia.

Es allí donde están las claves para entender cuáles son los debates largamente aplazados y reemplazados por la confrontación armada, el acallamiento y la eliminación de los otros;  discusiones sobre lo que queremos ser, por dónde queremos ir, y la idea de desarrollo que queremos acoger.

Es allí, en el diálogo de las memorias sobre lo que nos avergüenza y nos enorgullece, donde vamos a encontrarnos o a des-encontrarnos a nosotros mismos. En la memoria están las claves para entender la violencia, pero también la resistencia; aquello que nos mantiene juntos más allá, y a pesar, de habitar espacios y tiempos diferentes. Así como la abuela tejía pacientemente desde su esquina, y al hacerlo fortalecía y reconstruía el vínculo sagrado entre ella, su comunidad y su territorio; así mismo, aquella vez, su palabra hecha memoria tuvo el poder de enlazarnos a los otros y hacernos parte de su propio tejido. Por un instante habitamos su tiempo y nos hicimos parte de su historia; y desde ese día, nada de lo que a ellos acontece volvió a ser indiferente para mi. Allí, en el tejido, en ese acto aparentemente insignificante y cotidiano de la abuela Wayúu, es donde anida la esperanza y la posibilidad de un país en paz.

Comentarios

  1. Excelente ! Habitar el tiempo de los otros y en los otros desde la memoria, es habitar la vida y construir La Paz desde el territorio. La cultura es fundamento para la Reconciliación y la armonía ! Felicidad sin fin ! Gracias por escribir y narrar como lo haces ! Abrazo Sore

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