Serendipia

Todos estábamos fascinados, era extraordinario estar allí y lo sabíamos muy bien; seríamos los últimos en tener acceso directo a esos documentos y eramos plenamente conscientes de lo que implicaba tal privilegio. Frente a nosotros una mujer de ojos grandes, que destacaban por encima del tapabocas, nos mostraba orgullosa y con solemnidad aquel manuscrito del siglo XVIII. Por mucho que me esforzaba en descifrar lo que allí estaba escrito, no lograba que ninguno de esos garabatos tuviera algún sentido para mi.

- Es la historia de un crimen

Dijo Natalia con una seguridad pasmosa, tanta que parecía estar bromeando

- Ajá...

Respondí, escéptica.

-¡Es en serio!, es una declaración relacionada con un crimen.

Los ojos de la mujer brillaron con emoción entre el gorro y aquel atuendo casi quirúrgico.

- Es cierto, ¡muy bien!, a usted se le va a dar fácil la paleografía.

Mi asombro era aún mayor, ¿cómo era posible que Natalia hubiera logrado captar algo de lo que decía el manuscrito? Ahí estábamos, 200 años después de que el escribano registrara el trágico momento en que se había interrumpido la vida de aquella joven, mientras su obsesionado amante era condenado a pasar el resto de sus días encerrado en una cárcel infestada de ratas; y yo allí, sin poder descifrar una sola palabra de todo aquello.

Los trazos eran delicados y a la vez denotaban firmeza y carácter. La línea se hacía delgada o gruesa, según marcaba el gracioso y rítmico baile de la pluma sobre el papel. Folios y folios adornados con tinta china; en conjunto parecía una obra de arte, como si aquel escribano hubiese puesto todo su empeño sabiendo que, en el fondo, la única razón de ser de su oficio fuera poder comunicarse con nosotros cinco, dos siglos después.

- Miren bien este expediente, dentro de unos meses no habrá más acceso directo a los documentos, se inaugurará el Archivo General de la Nación y, a partir de ese momento, el público solo podrá acceder al material microfilmado.

Durante las dos semanas siguientes los cinco tendríamos que volver allí para descifrar un documento y escoger el tema al que dedicaríamos nuestra investigación del semestre. Al día siguiente llegamos a primera hora. Estábamos realmente emocionados de encontrarnos con aquellos testimonios del pasado, que no hacían otra cosa que insinuar nuestro futuro como historiadores.

Al tercer día empecé a estornudar, al cuarto, el frío se me hacía insoportable, y al finalizar la semana estaba segura de haberme equivocado de carrera. Por más esfuerzo y empeño que ponía no entendía nada de lo que decía el documento, y la idea de pasar el resto de mi vida encerrada en un archivo empezó a aterrorizarme. Cerraba los ojos e invariablemente me imaginaba muriendo intoxicada por los restos de veneno que algún ser maligno del pasado hubiera podido dejar en las puntas de las hojas. Si, al mejor estilo del Nombre de la Rosa, novela que por su puesto, todos los estudiantes de historia leíamos con pasión desenfrenada a principios de los años Noventa. Natalia se había ganado el derecho a trabajar con el expediente del crimen pasional, a mi, en cambio, me había correspondido transcribir un libro de contabilidad donde se registraba la importación de cortes de tela traídos desde Mahon. Después de averiguar dónde quedaba Mahon, su relación con la mayonesa, la equivalencia de la arroba en el sistema de medidas actual, y qué era y para qué servía una romana; perdí todo interés en aquellos trazos indescifrables para mi. A la semana siguiente estaba muy preocupada hablando con la profesora sobre mi futuro y, entre las dos, habíamos decidido que haría mi práctica en la hemeroteca, con periódicos del siglo XX impresos tipograficamente, y que no tendría derecho de volver a quejarme en lo que restaba del semestre y de la carrera.

Pasé mis primeros días de historiadora en la biblioteca Luis Ángel Arango analizando la tira cómica “Lorenzo y Pepita” publicada por el periódico EL TIEMPO, su relación con la crisis económica de los años 30 en Estados Unidos y la forma en que también expresaba la aparición de la clase media en Colombia. Así me fui instalando cómodamente en aquellas pantallas desde donde veía pasar los acontecimientos de mi siglo microfilmados, en palabras impresas, claras y diáfanas como el agua. Al terminar el semestre mi relación con el oficio había mejorado notablemente, a los documentos impresos se sumaron las fuentes orales, las personas y su memoria, y allí entendí que definitivamente había encontrado mi lugar en la historia.

Viví tardes increíbles con las ancianas que vivían al lado de la universidad tomando chocolate y oyendo valses y pasillos mientras me hablaban de las primeras décadas del Siglo XX en Bogotá. El primer carro, la primera vitrola y el alumbrado público aparecían en sus relatos llenos de emoción; nostálgica remembranza de una Bogotá soñada que solo había existido en aquel recuerdo edulcorado por el paso de los años. Un pasado narrado de manera fantástica que, en todo caso, era mucho mejor que el presente gris, crudo y realista que se asomaba a la ventana de aquellas abuelas hechas para otro tiempo, en otro espacio. Algunas bailaban en su silla de ruedas con la manta en las rodillas, las lágrimas brotaban una y otra vez y entendí que sus memorias, ahora también mías, igual que las lágrimas, habían tejido un fuerte lazo entre nosotras.

Después de esa experiencia recuerdo haber dicho a mis compañeros, con prepotencia juvenil, que prefería mil veces trabajar con la gente de verdad y no con la “gente de papel” que habitaba en los archivos históricos. En los últimos semestres dediqué todo mi tiempo a conversar con viejos músicos y melómanos conocedores de salsa, para indagar, a través de sus relatos, sobre la relación entre esta música y los procesos de construcción de identidad. Al finalizar la carrera mi investigación había ganado el Premio Nacional Otto de Greiff y yo había descubierto una nueva vocación: acompañar a otros a contar historias, registrarlas y hacerlas visibles para los demás.

Con el tiempo, el gusto por oír y hablar con otros me acercó más a la etnografía, a la comunicación y a la memoria, y me alejó de la investigación histórica. Pasé los últimos 20 años escuchando y sorprendiéndome con los relatos extraordinarios de la gente común.  El dolor de tantas comunidades despojadas, de tantos combatientes, de tantas personas y regiones olvidadas; y a la vez, la alegría como acto cotidiano de resistencia y de apuesta por la vida; hicieron de mi, irremediablemente, una optimista con causa.

Un buen día, hace poco, llegó el momento de parar y paré en seco. Dejé de viajar y de exponerme a los riesgos inherentes a hacer trabajo de campo en contextos de conflicto armado; dejé el calor húmedo que ahoga y sofoca a tantos pueblos alejados de todo, dejé atrás los mosquitos y la aterradora posibilidad del chicungunya, el dengue y la malaria. Dejé las carreteras amarillentas con ese polvo que se incrusta hasta en los huesos, y dejé aquella sensación de tener que cuidarme en extremo porque había prometido a mi familia regresar sana y salva cada vez.  Paré, no sin cierto temor de parar y de dejar atrás mi vida libre a la intemperie. Recorrer el país hasta sus entrañas mismas descubriendo personajes, colores y sabores, aún desconocidos para la mayoría de Colombianos, hizo de la aventura una manera muy mía de ser y estar en el mundo; pero de repente paré, y como si se tratara de una broma del destino, o del genio de la lámpara de los deseos, terminé trabajando en un archivo.

Cristian estaba en el depósito organizando unas cintas de carrete abierto; orgulloso de si mismo, de su trabajo y de aquel tesoro que custodia, me mostró el punto de partida: La primera transmisión de la Radio Nacional de Colombia ocurrida 75 años atrás. Un disco de vinilo con armazón de hierro en el que quedaron grabados, literalmente, los primeros sonidos emitidos por la radio pública. A su vez Diana, casi con mística, me fue guiando en el recorrido por el archivo audiovisual: el primer voto femenino, la visita de Kennedy y de su esposa Jackie, Martín Emilio Cochise y su épica ciclística, Yuruparí, Travesías, los festivales, las regiones, los grupos étnicos, la Sub30, Culturama. Cientos y miles de voces y de imágenes, registradas en cientos y miles de horas de grabación. Presidentes, visitantes ilustres, grandes artistas, pero también personas comunes que han dejado allí plasmadas distintas versiones de su tiempo y de su espacio, y que hoy explican, en mucho, gran parte de lo que somos y queremos ser.

Serendipia, le llaman algunos, encontrar algo muy bueno sin estarlo buscando. A los pocos días de estrenar mi nueva vida estaba de nuevo encantada, presa del encantamiento aquel que me posee cada vez que la aventura llama a mi puerta, o a mi celular. Señal Memoria, el archivo de la radio y la TV nacional es, literalmente, un tesoro por descubrir, y a mi me encantan las andanzas. En estos meses he aprendido cuán emocionante puede ser acercarse a la vida de personas que nunca conocí, pero que ya hacen parte de mi vida a través de sus voces y sus imágenes grabadas. En estos días, masticando mis propias palabras, entendí que no existe aquella “gente de papel” que una vez nombré con prepotencia para referirme a quienes habitan los archivos; que la gente es gente de verdad siempre, y en todos los tiempos, y que también es posible construir vínculos y lazos emotivos a través de sus legados. Por alguna extraña razón, que desconozco, ya no me molesta el frío, bueno un poquito si; ni se me hace insoportable la idea de pasar días enteros en una oficina, como hace algunos años, no muchos. Como en toda expedición, es imposible prever a ciencia cierta qué tanto durará y cuántos obstáculos será necesario superar antes de llegar a buen puerto; por ahora me aferro a la experiencia de haber andado muchos caminos, varios de ellos inciertos, y fijo como faro, asidero y punto de referencia, este país maravilloso que merece ser contado y recordado con todos sus matices de colores y sabores, incluso los más agrios. Por ahora disfruto la aventura y prometo emocionarme y transmitir mi emoción con cada hallazgo y cada momento descubierto, porque para eso vivimos, para compartir y para hacer de la vida un ejercicio acompañado; de eso, y solo de eso, se trata la memoria.

Foto: Jorge Mario Vera - 2015




Foto: Jorge Mario Vera - 2015

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